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Por Área Habitabilidad de Convocación

Se ha vuelto costumbre, en Chile, el hacer mención a datos que dan cuenta de la desigualdad extrema que caracteriza a nuestro país. Los antecedentes al respecto son abundantes y han sido ratificados, en los últimos años, a partir de los cálculos realizados por la CEPAL en el año 2021, y por el informe World Inequality Report del año 2022, según el cual el 1% más rico de Chile concentra el 49,6% de la riqueza total. Sin embargo, estos antecedentes no deben servirnos sólo para reiterar esa ya conocida desigual distribución, sino sobre todo para descubrir la relación de poder que está en la raíz de la injusticia: al concentrar en sus manos la riqueza, aquella minoría privilegiada termina siempre imponiendo sus condiciones sobre la mayoría, es decir, ejerciendo su dominio sobre la mayoría trabajadora y empobrecida de nuestra sociedad.

Esto último no debe ser sorpresa para nadie, pues es evidente que la injusticia siempre se impone por la fuerza, vale decir, a partir de una relación de dominación. Tal es la raíz del problema habitacional, que es el que nos convoca a escribir estas líneas.

El problema de la vivienda  afecta transversalmente a la mayor parte de las familias trabajadoras de nuestro país y, especialmente, a las familias pobladoras, las cuales se ven obligadas a vivir en condiciones de allegamiento, en campamentos, en condiciones de hacinamiento extremo y en viviendas de prolongado deterioro, batiéndose en el día a día con sueldos que no alcanzan para ir haciendo frente al encarecimiento permanente de los costos de vida, generando un proceso de precarización y empobrecimiento constante de la mayoría de las familias populares.

Frente a esto, el discurso oficial construye un relato del problema de la vivienda, instalando la noción de “Déficit Habitacional”, concepto que sólo sirve para describir lo evidente, pero ocultando las causas reales que provocan el problema y dejando intactos los poderosos intereses de quienes sacan provecho del negocio inmobiliario. La noción de “Déficit Habitacional” es imprecisa y tramposa, pues pretende instalar la idea de que el problema de la vivienda se debe a una supuesta “escasez de terrenos” y una “escasez de viviendas”. Sin embargo, esto está lejos de ser verdad.

En Chile no hay escasez de terrenos, ni escasez de viviendas (de hecho, la construcción de torres inmobiliarias y, por tanto, la oferta de departamentos nuevos, ha experimentado importantes aumentos durante los últimos diez años). Lo que sí hay, en Chile, es una concentración extrema de la propiedad inmobiliaria en muy pocas manos, es decir, un acaparamiento de terrenos y viviendas en manos de la minoría rica, que no necesita dichos recursos para vivir, sino para especular y obtener grandes rentas. No por nada, en una entrevista en Tele13 Radio, a comienzos del 2021, el entonces candidato presidencial Ignacio Briones reconocía que un problema que debe ser atendido es la exención tributaria de las viviendas DFL2, pues constituiría un incentivo para que algunos se conviertan en dueños de centenares de propiedades, por las cuales no tendrían que pagar impuestos. Así mismo, según datos proporcionados por CIPER, un “superdueño” podría llegar a poseer hasta 96 viviendas en el Gran Santiago, con una superficie promedio de 54m2, lo que evidentemente indicaría que no son adquiridas como viviendas de uso personal por sus dueños, sino para arrendarlas.

Así, mientras una minoría acumula riqueza acaparando suelo urbano y bienes inmuebles, la mayoría popular se ve privada del acceso a estos elementos vitales para poder vivir en la ciudad. Aprovechando el régimen de propiedad y la existencia de amplios mecanismos de exención tributaria, aquellos que mayor poder económico tienen, extraen valor desde aquellos sectores más empobrecidos, capturando la oferta de suelos y de viviendas disponibles y, por lo tanto, acaparando estos recursos fundamentales.

Evidentemente, mientras mayor sea la cantidad de familias sin casa, mayores serán los precios que alcanzan los terrenos y las viviendas. Al mantener una demanda habitacional elevada y creciente, se asegura también el lucrativo negocio de aquella minoría que controla la oferta de terrenos y la oferta de viviendas nuevas, y que posee el monopolio de la construcción. Para decirlo claramente: el problema de la vivienda no se resuelve, en Chile, porque mantener a una gran cantidad de familias sin casa se ha convertido en un tremendo negocio para Bancos, empresas inmobiliarias y grandes propietarios de terrenos. Tan simple y duro como eso.

Por todo esto, no podemos más que denunciar como una mera ilusión el primer apartado con el que comienza el articulo asignado al Derecho a la Vivienda en la Nueva Constitución, el cual declara que “Toda persona tiene el derecho a una vivienda digna y adecuada, que permita el libre desarrollo de una vida personal, familiar y comunitaria”. Es evidente que, mientras el suelo urbano y la construcción de viviendas sociales estén, en su mayoría, bajo monopolio del capital privado, el poder del gran empresariado inmobiliario sigue siendo preponderante en el proceso de producción habitacional. Para estos actores privados, la vivienda sólo tiene valor en tanto bien intercambiable en el mercado, es decir, en tanto valor de cambio, por lo que siempre primará el criterio de rentabilidad económica, por sobre cualquier criterio de “calidad” propio de lo que sería una “vivienda digna”.

Es por esto que los proyectos de vivienda social suelen presentar todos las mismas características: mala localización, con estándares insuficientes de dimensionamiento y acceso a servicios, condiciones ínfimas de ventilación, escasez de equipamiento y áreas verdes, ausencia de criterios de orientación y soleamiento, y hacinamiento extremo; todo por el afán de maximizar la rentabilidad económica de cada proyecto, para ganancia del capital privado.  Por el contrario, la “calidad”, condición indispensable para una “vivienda digna”, está asociada a criterios que le atribuyen un valor de uso, los cuales son de interés únicamente para aquellos actores que serán los habitantes de dichas viviendas (las familias pobladoras), pero cuya incidencia es bajísima en el proceso de desarrollo de los proyectos de vivienda social.

De hecho, en Chile, más que política habitacional, lo que hay es una política de financiamiento de viviendas, donde el Estado queda relegado a un rol de mero facilitador de recursos que son traspasados al capital privado, por lo que el poder del sector inmobiliario termina siendo, incluso, mayor que el del propio Gobierno de turno, en materia de vivienda social.  Esto porque, en el proceso de producción habitacional, el peso preponderante lo tienen, inevitablemente, aquellos actores que controlan el recurso del suelo y la actividad de la construcción, sin los cuales no hay producción de viviendas.

Por lo tanto, mientras el suelo urbano y la construcción de viviendas sociales sigan estando, en gran parte, bajo control del capital privado, el valor de cambio de la vivienda prevalecerá siempre por sobre su valor de uso, relegando la “calidad” a una mera declaración de buenas intenciones, donde el término “vivienda digna” que puede sonar muy bien en el papel, terminará siendo siempre letra muerta.

Así mismo, de nada sirve a las familias pobladoras sin casa, que el inciso 3 del Articulo 51 declare que El Estado podrá participar en el diseño, construcción, rehabilitación, conservación e innovación de la vivienda”, ya que no aporta en nada a la situación tal cual es hoy. Como dijimos en el párrafo anterior, el Estado ya “participa” en la producción habitacional, facilitando recursos al sector privado y, por lo tanto, en un rol absolutamente segundario, frente al inmenso nivel de control que posee el gran capital inmobiliario. Esta relación de poder a favor del sector privado es tan evidente, que incluso la constante inyección de recursos al sistema de subsidios habitacionales, ha sido completamente inútil, al momento de paliar el problema habitacional. Según datos del Observatorio Urbano del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, entre el año 2009 y el 2017, el monto promedio del subsidio habitacional entregado a nivel nacional a los sectores más vulnerables, aumentó de 506 UF a 945 UF, es decir, en 8 años tuvo un incremento de un 87%. Sin embargo, en ese mismo período de tiempo, la cantidad de viviendas requeridas pasó de 456 mil aproximadamente, en el 2009, a más de 520 mil en el 2017. Año tras año, y pese a la constante inyección de recursos estatales, mediante subsidios, el problema habitacional no ha hecho más que agravarse. Por tanto, la evidente ambigüedad del texto constitucional, al momento de definir el rol del Estado, es una señal clara para tranquilidad del sector de la construcción, al cual siempre le han venido como “anillo al dedo” los recursos públicos para mantener su propia actividad económica.

Luego, en el mismo inciso, el nuevo texto constitucional establece que el Estado “considerará particularmente en el diseño de las políticas de vivienda a personas con bajos ingresos económicos o pertenecientes a grupos de especial protección”. Nosotros sabemos muy bien cómo lo hace la institucionalidad para determinar a aquellos grupos de “especial protección”. Sabemos bien que esa tan venerada “focalización” no implica que el Estado centrará sus recursos en aquellas familias que realmente necesitan una vivienda, sino en aquellas familias que, necesitando una vivienda, no logran ser sujetos de crédito bancario para acceder a una solución habitacional. En pocas palabras, al momento de asignar recursos, la primera prioridad del Estado seguirá siendo el no interferir con el negocio bancario y el usurero mecanismo de créditos hipotecarios, antes que garantizar ese “derecho” a la vivienda que con tanta liviandad se declara en el texto constitucional.

Finalmente, el articulo asignado al problema habitacional remata diciendo que el Estado garantiza la disponibilidad del suelo necesario para la provisión de vivienda digna y adecuada” y que deberá establecer mecanismos para impedir la especulación en materia de suelo y vivienda que vaya en desmedro del interés público”. Cabría aquí preguntarse: ¿es posible que exista algún tipo de especulación con recursos que son vitales para la vida de cualquier ser humano, como lo son el suelo urbano y la vivienda, que no vaya en desmedro del interés público? La respuesta es no, no es posible. Por lo tanto, o se impide categóricamente toda especulación con el suelo urbano y la vivienda, o simplemente se le da vía libre. La posición que adopta aquí el nuevo texto constitucional va, claramente, en la segunda opción.

Frente a esto, debemos ser categóricos: la única forma de impedir la especulación con el suelo urbano y la vivienda, es impedir el acaparamiento de suelo urbano y la captura de la oferta de viviendas, por parte del gran capital inmobiliario, pues toda vez que éste acapara dichos recursos, es con fin especulativo. La ambigüedad y cobardía del nuevo texto constitucional, en esta materia, es vergonzosa. 

No existe ningún argumento para permitir el acaparamiento de suelos y viviendas en manos de propietarios privados que retienen dichos recursos, únicamente, con el fin de enriquecerse, mientras la mayoría queda desposeída del acceso a un sitio donde vivir. Si tomamos el caso de los grandes propietarios de terrenos, por ejemplo, éstos intervienen en la producción habitacional, sólo como meros especuladores, apropiándose del valor del suelo, pero sin haber implementado ninguna inversión para la transformación del recurso suelo. Es la inversión que va realizando el propio Estado, durante el tiempo, en infraestructura urbana (caminos, servicios, equipamiento, etc.) la que genera la plusvalía sobre los terrenos, plusvalía que es apropiada por los propietarios privados. Por ello, la especulación urbana es un negocio tan lucrativo: estos señores saben muy bien que, desde el momento en que se apropian del suelo, hasta el momento en que lo ponen en el mercado, la sola retención es suficiente para incrementar el valor de la futura transacción.

No hace falta, entonces, ser un experto en la materia, sino sólo tener un mínimo de sentido de justicia, para entender que una forma concreta de garantizar la disponibilidad de terrenos para la solución habitacional de miles de familias pobladoras sin casa sería, por ejemplo, la expropiación de suelos para la construcción de viviendas sociales, pero nada de esto aparece en el texto asociado al “derecho de la vivienda” de la tan celebrada y pomposa Nueva Constitución.

Los grandes propietarios de terrenos, las grandes empresas inmobiliarias, la Cámara Chilena de la Construcción, son todos responsables del acaparamiento y monopolio del suelo urbano, y de la producción insuficiente y precaria de viviendas sociales, de manera que no pueden ser aliados en la tarea de enfrentar el problema habitacional de la mayoría popular. La Nueva Constitución, al mantener intacto el rol preponderante del sector privado, termina consagrando el poder del gran empresariado inmobiliario, en materia de viviendas sociales, cuyo interés lucrativo seguirá siendo el principal obstáculo para la solución real al problema habitacional en nuestro país.

Más allá de cualquier pretensión “democrática” o “participativa”, más allá de cualquier nombre rimbombante, gestos simbólicos o caras “nuevas” en el gobierno, mientras una minoría siga concentrando todo el poder económico, la Institucionalidad Política siempre se constituirá en barrera protectora del orden existente.